SOPA DORADA

Receta de , el 5, Feb, 2023

Ingredientes

  • 500 ml de fondo de ave o carne
  • 2 rebanadas de pan cortado en círculos tostadas
  • 4 yemas de huevo campero u orgánico
  • 1 cucharadita de zumo de limón
  • Sal si es necesaria

Es esta una receta de Martínez Montiño, que se encuentra en la página 98 de la primera edición, creo, publicada en 1982 en facsímil por el sello de Tusquets editores «Los 5 sentidos», dirigido entonces por Xavier Domingo. Tengo otra edición de 1823, regalo de una gran amiga, pero para manosear, leer, releer, como hago a menudo, y utilizar en la cocina prefiero ésta, como es natural.

Es una sopa de pan, de la misma familia que la «Sopa seria» de la condesa de Pardo Bazán que aparece en este mismo blog, la zuppa alla pavese, las sopas de ajo y otras sopas con pan, como la sopa de natas que también incluye Martínez Montiño a continuación de la dorada en su «Arte de cozina, pastelería, vizcochería y conservería». Da la impresión de que la sopa dorada de aquella época se hacía con mucho pan, más pan al menos que el que yo he previsto en esta receta. Se puede, si se quiere, hacerlo con más rebanadas, siempre que el pan sea bueno. Todas estas sopas llevaban y suelen llevar huevos o yemas de huevo en los países en los que se preparan.

Conviene advertir que a las recetas de esta época de la cocina europea hay que someterlas a algún cambio imprescindible. El azúcar blanca, refinada, era un producto muy caro desde que los hispanoárabes la trajeron en la Baja edad Media al sur de Europa desde Egipto. En esta país africano las melazas de caña se refinaban en azúcar blanca cristalizada con las técnicas de la primera industria química de la historia, inventada por los iraníes un poco antes en una de sus provincias del sur. Con todo ello este edulcorante se había convertido en símbolo inconfundible de poder y riqueza, que exhibían sin moderación aquellos que los ostentaban, por lo que en las mesas más elegantes se añadía azúcar a todo, lo que hoy nos parece abominable, con mucha razón.  Los menos afortunados continuaban utilizando la miel como edulcorante mayoritario y no endulzaban sus comidas, mucho menos con la profusión con que lo hacían las clases pudientes. Para entender en profundidad las razones de este amor del poder por el azúcar aquí explicado es interesante consultar el libro del antropólogo Sidney Mintz, «Sweetness and Power: The Place of Sugar in Modern History», que se encuentra traducido al castellano en la editorial Siglo XXI.

En esta receta se elimina el azúcar y se deja al arbitrio del lector-intérprete culinario el añadirla o no. Yo sostengo que no debería, pero quizá todo haya que probarlo.

También hay que aclarar otro extremo. Martínez Montiño equipara el «zumo de medio limón» a «una gota de vinagre» –que sería más que una gota, como decir una pizca–, lo que puede ser sorprendente para el lector del siglo XXI; estos cítricos en nuestros días son más grandes que una lima y el zumo de medio limón es mucho más que una pizca de vinagre, sin duda, por muy fuerte que sea. Los limones de aquella época debían de ser mucho más pequeños que los actuales –como se comprueba en la literatura culinaria por las cantidades de las recetas– y su denominación, uno de los diminutivos en -ón bastante corrientes en la lengua castellana. Como caja – cajón, taco – tacón, calle – callejón, ala – alón, lima – limón, y hasta salsa – salserón. En la traducción al castellano de 1529, creo, del «Libro de guisados y potajes» de Ruperto de Nola aparece este último diminutivo. Cuando se dice en esta obra salserón no se está refiriendo el autor a un cubo de salsa, que es lo que viene a la cabeza nada más leer el texto. Al contrario, nombra una salsita escasa y refinada, en especial en recetas de pescado.

Tanto en el «Arte de cozina» de Martínez Montiño como en la novela de Francisco Delicado, «La lozana andaluza», se habla varias veces del limón ceutí. Debía de ser este limón de pequeño tamaño –tal como lo son hoy algunos de los limones aún conservados en América, y que llegaron con los primeros españoles al nuevo continente–, de ahí, es posible, su nombre diminutivo en -ón. La introducción en todo el mundo de variedades conseguidas en la agronomía moderna muy grandes y muy productivas, está arrinconando las antiguas.

Los hornos no eran aún un artilugio que hubiera en todas las cocinas y, si lo había, no se encendía todos los días, pues era un gasto enorme sólo para terminar esta sopa, por ejemplo –en la literatura culinaria se dice repetidamente «si el horno estuviera encendido». Ruperto de Nola en una de sus recetas explica cómo utilizar estas cazuelas-horno cuyas coberteras se llenan de brasas. Por eso esta especie de sopas-flanes o royales de Martínez Montiño se cuajaban poniendo los platos o recipientes sobre brasas mansas, dulcificadas por cenizas, y una cobertera llena de brasas encima, que suplían la función del horno. No es de extrañar que muchas tapas de este tipo de cazuelas o recipientes tuvieran una oquedad en el centro de sus coberteras, donde lo mismo se podía poner agua –para hacer un estofado– que brasas, para convertirlas en una especie de horno con calor manso.

El gran cocinero de Felipe III solía dar en sus recetas dos o tres versiones más, para que el intérprete escogiera la que mejor le pareciera. La receta aquí contemplada se basa en la que, en la imagen, llega hasta el primer punto y aparte.

 

Calentar el fondo de ave o carne, probar de sal y corregir un poco si falta, con cuidado, porque la sopa aun ha de hervir. Tostar el pan en un tostador y añadirlo al cazo del caldo o ponerlo en los recipientes y estos en el horno con el pan y el caldo, para que hierva y se esponje el pan. Batir las yemas, no demasiado, para que no haga espumas, y añadir el zumo de limón y un poco de caldo. Añadir al cazo donde está la sopa, ya fuera del fuego, y repartirla en los recipientes –en este caso cazuelitas de porcelana–, para volver a meter en el horno. Esperar a que cuaje en un flan suave y cremoso.

 

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