EL HORNO
Ingredientes
- EL HORNO Y SU HISTORIA
Puede parecer innecesaria la curiosidad por saber cuándo se inventó un artilugio que, en nuestro primer mundo más que en ningún otro lugar, todos tenemos en la cocina; se enciende con sólo apretar o girar un botón y nos proporciona varias o múltiples funciones con un simple click. Si se piensa un poco, sin embargo, se ve con claridad que no es accesoria en absoluto, que es fundamental conocer por qué el ser humano llegó a diseñar un aparato que consume una cantidad enorme de energía en calentar el aire de su estancia interior cuando en su actividad culinaria todo iba dirigido –y hoy debería ser así– al ahorro de la misma o, al menos, al consumo mínimo necesario: La energía siempre ha sido y sigue siendo muy costosa.
Voy a inmiscuirme en un campo en el que no soy experta y del que no dispongo de una información exhaustiva, aunque sí me he procurado algunos consejos de familiares y amigos especialistas y he hecho algunas lecturas. No, así es, no soy antropóloga. Pero si suelo dedicar algo de mi tiempo a reflexionar más que nada –es deformación profesional– y en especial sobre la cultura culinaria con el convencimiento, en este caso particular, de que es una actividad –como en casi todas las demás– en la que el ser humano ha actuado siempre o casi siempre –excepción hecha de las capas sociales privilegiadas de todos los tiempos desde que dejamos de ser cazadores recolectores– con el sentido común como principio y con la idea del menor consumo de energía y de ingredientes para conseguir el mejor producto y, por tanto, la alimentación más adecuada al menor coste.
PRIMERAS FORMAS DE COCCIÓN
Después de la cocción al fuego directo de la carne de los animales cazados, la que se supone en general que fue la más antigua forma de cocina, se descubrió muchos milenios más tarde, en el Paleolítico Superior, la cocción de carne mediante piedras calentadas en el fuego e introducidas junto a la carne troceada en la propia piel o panza del animal cazado. Las mismas panzas pudieron servir para cocinar otros ingredientes además de carne acercándolas al fuego desde una distancia prudencial (J. M. Gómez Tabanera) y se utilizarían varias veces, al menos hasta acabar con la carne del animal al que pertenecía. Estos sistemas aún se utilizan o se utilizaban hasta hace relativamente poco cuando hablamos de milenios, como en Irlanda –donde aún en el siglo XVI se cocinaba la carne dentro del cuero de la res– o en el País Vasco. Los pastores vascos hervían la leche en el kaiku introduciendo piedras ardientes calentadas en el fuego (J. M. Gómez Tabanera). La cuajada antigua que se hacía con esta leche conservaba aún en el siglo XX el sabor a «leche quemada» que yo le he oído relatar a mi madre y que a veces se conseguía en casa de mis padres cuando al hervir la leche del día se pegaba en el fondo. Me encantaba ese sabor a leche quemada.
De hecho, las ollas tradicionales son abombadas y de unas proporciones determinadas, como los estómagos-ollas ancestrales, porque los movimientos de convección que se originan en su contenido permiten una cocción uniforme con el menor consumo de energía posible, hasta que arquitectos, artistas y almacenes de menaje y muebles nórdicos se han dedicado al diseño de cazuelas y pucheros pensando más en su idoneidad para almacenarlas en los anaqueles o armarios de la cocina o en la belleza de sus proporciones que en su utilidad sobre el fuego, fin último que debería inspirar su diseño. No siempre van unidos estos conceptos.
Parece que el siguiente modo que se utilizó como medio de cocción fue el de asar la comida en un hoyo practicado en la tierra, cuyo suelo se rellenaba de piedras ardientes, bien porque se encendía en el fondo una hoguera, sobre las piedras, bien porque se calentaban estas aparte en una pira. Los alimentos se envolvían en hojas diversas según las que hubiera en cada continente –maguey, plátano, palmera–, se introducían en el hoyo y se cubría este con más piedras y tierra. En algunos casos se encendía una hoguera encima del hoyo ya cubierto para conservar el calor interno de esta especie de horno primitivo. En resumen, es la base de la barbacoa mesoamericana, de la pachamanca peruana, del mumu de Nueva Guinea-Papúa, de otras formas de cocción en toda la Polinesia y, es posible, de todos los continentes en tiempos pasados. Las semejanzas que presentan las soluciones de los hombres de todas las latitudes, aunque no hayan entrado jamás en contacto, para dar respuesta a sus necesidades son asombrosas.
Otra línea con cierto parecido a esta, no sé bien si anterior o posterior, fue la cocción de carnes, aves y alimentos proteínicos que necesitan tiempos largos para estar cocinados, según los gustos de nuestros antepasados, encerrados en una capa gruesa de arcilla o barro arcilloso. Se puede pensar que se pudieran cocer entre las brasas de un hogar encendido –los hogares domésticos se han documentado en el Neolítico en las primeras culturas de aldeas de Mesopotamia– sobre el que se podía estar cocinando otros ingredientes, para aprovechar el fuego. Los primeros hogares de diversos diseños sirvieron más para la conservación del fuego, necesario por imperativo climático, y funcionaban como los braseros que aún se utilizan en algunos lugares, según investigaciones arqueológicas (G. Tabanera).
También se podría cocer entre las brasas de una gran hoguera o del propio hogar –como aún se hace en China un ave entera, envuelta en hojas de loto– o una pierna de jabato bien adobada –la que presentaba hace más de treinta años Alain Senderens, envuelta en papel de horno antes de forrarla con arcilla –como se ve en la imagen que yo guardaba en una de mis carpetas-recetarios junto a la propia receta, porque tuve la intención de hacerla algún día, que nunca llegó.
El barro cocina la carne sin que se desjugue, por estar aislada del aire, además de envuelta y protegida por hojas de una planta o de papel. Al sacarla de entre las brasas –o del horno en nuestro mundo moderno– se abre a martillazos esta especie de sarcófago para disfrutar el festín.
En todos los casos descritos el aprovechamiento de la energía calorífica es muy eficaz. Los hoyos se solían y aún se suelen practicar en un tipo de terreno específico —seco y poco pedregoso, se aclara en el Nuevo manual de cocina de un limeño mazamorrero, de principios del s. XX, para hacer el hoyo de la pachamanca– de forma que no sea buen conductor hacia el exterior del calor de las piedras calientes del hoyo. Para la cocción de alimentos encerrados en barro se podría aprovechar incluso el brasero encendido para calentar a los miembros del grupo social y para ahuyentar a los predadores peligrosos. Con el mismo consumo de energía se cubrirían tres necesidades.
Hasta aquí todos los alimentos cocinados por cualquiera de las formas descritas son carnes de animales cazados, al menos en los inicios de la actividad culinaria humana, con algunas raíces comestibles y otros vegetales y granos que acompañan la carne.
DESARROLLO DE LA TRANSFORMACIÓN DE LOS ALIMENTOS
En una siguiente etapa en la historia de la alimentación humana se llegaría a la molienda de los granos de cereal en harina, quizás antes de la entrada del hombre en su actividad agricultora, cuando aún era cazador-recolector. Desde un punto de vista culinario supone un adelanto tan enorme que lleva a la cocina a un escalón superior, el inicio de la industria alimentaria con la transformación artificial del cereal, lo que significa la búsqueda y aplicación a los ingredientes de técnicas culinarias complejas específicas para cada uno de ellos, mucho más allá de la cocción simple. Los humanos repitieron el mismo proceso con la leche –mantequilla, nata, cuajados, fermentados, quesos– los frutos, granos y uvas– bebidas fermentadas, alcohólicas– los huevos –yemas y claras separadas– y con el tiempo un sinfín de productos. Algunas de estas manipulaciones de los alimentos se deben a la necesidad de conservar los excedentes de leche, carnes o pescados mediante procesos de fermentación o, más tarde, de ahumado, salado, encurtido en vinagres y otros.
Estas harinas o granos, para volver al tema de esta entrada, se cocinarían en gachas o, lo que más interesa, en tortas amasadas con la harina obtenida de estas semillas. El estómago humano no puede digerir los almidones, las proteínas ni otros compuestos de las harinas de semillas, como los cereales, sin que sufran una cocción u otra transformación –es el caso de la germinación para convertirlos en burghul o en maltas– y pasen a ser digeribles.
Para su cocción se utilizarían piedras planas calentadas por el fuego. En la época moderna los metales o la cerámica en planchas han sustituido a las piedras con una comodidad mayor, pero en lugares como Argelia y otros del norte de África, las planchas para cocer las tortas de pan ácimo de trigo, de metal como cobre o de cerámica, aún tienen una forma convexa que imita la de las grandes piedras originales, necesaria para cierto tipo de hojas de harina de cereal semicocidas, como las bourecas o brihuats, de sémola de trigo duro, que por influencia del francés los europeos llamamos «bricks».
En América existe este tipo de planchas de barro o de metal para la cocción de las tortas –tortillas en México, arepas en Colombia, hallacas en Venezuela– del gran cereal del continente, el maíz, en nixtamal o no. No existía un horno tal como se conocía ya en las culturas trigueras de Europa, África y Asia. De hecho, los hornos en forma de campana de adobe heredados de los españoles en los territorios de los indios americanos de lo que hoy es el sur de los Estados Unidos se llaman «hornos», no con una palabra indígena, ni inglesa. Debe servir como prueba de que antes no se conocían –ver la última imagen de hornos de esta entrada en el blog. No eran necesarios, además, como luego se verá.
EN QUÉ COSISTE UN HORNO
El horno no se parece en nada a todo lo descrito anteriormente. Es una estancia amplia llena de aire que se calienta para asar en ella pan o cocinar comida. En el horno lo que se calienta es el aire y hay que mantenerlo caliente durante un tiempo determinado, por lo general, largo, lo que exige un gran consumo de combustible. Es la razón de que no en todas las casas o locales hubiera hornos y de que, aún habiéndolos, sólo se encendieran una vez a la semana o cada más tiempo. También lo es de que muchas poblaciones contaran con hornos comunitarios que se encendían con periodicidad para que los habitantes sus panes a cocer. Por eso existían sellos para el pan, que distinguían las hogazas de una familia determinada de las demás. Entonces se llamaban «panes pintados», por el dibujo del sello. Los hornos pueden llegar en la era moderna a ser muy complejos, tanto como los actuales de cerámica, con cámara de combustión exterior separada de la de cocción, pero eso no es tan importante en este caso. Con el paso del tiempo, los hornos panaderos comunitarios y para aprovechar el calor una vez cocido el pan, se utilizaron para cocinar los guisos que deben burbujear despacio –otro caso de ahorro de energía–.
Los primeros «hornos» para cerámica –lo entrecomillo porque no eran hornos como los que imaginamos hoy– aparecen en el territorio comprendido entre Irak y Turquía hacia 7000 a C (Kristen J. Cremaillon). Consistían en grandes hogueras sobre las que se colocaban las piezas a cocer muy juntas en un montón semiesférico y así aprovechar al máximo el espacio y disminuir el consumo de energía. Se cubrían luego con más material combustible y se remataba el montículo así formado con una cubierta de ramas, tierra o, en los modelos más desarrollados, arcilla. Es decir, no había tanto aire como hay en un horno moderno convencional, eran más bien como las carboneras para hacer carbón vegetal. Sí permitían la circulación de aire gracias a unas chimeneas, pero la mínima indispensable. La atmósfera de cocción era reductora cuando la circulación de aire era muy escasa –cerámica oscura– y oxidante cuando la circulación de aire era mayor –cerámica más roja o clara.
Si la humanidad a lo largo de la historia se ha dedicado con ahinco a inventar y mejorar toda clase de sistemas y artilugios para ahorrar tiempo, costes y energía o para aprovecharla de la forma más eficaz, ¿por qué en un momento dado –que Cremaillon sitúa hacia 3100 a. C. en Egipto y Bottéro un poco antes en Mesopotamia– decide diseñar un artefacto despilfarrador de combustible para calentar su cámara llena de aire?.
Lo que viene después ya es sabido. Me atrevo a pensar, sin embargo, que el horno de pan como estancia llena de aire caliente fue primero y que el de cerámica se originó en aquél. La cerámica se puede cocer con poco aire, lo que siempre se traduce en un ahorro de energía. El pan necesita una cámara llena de aire caliente en movimiento para su cocción.
Por eso, nuestra cultura moderna, que se empeña en que todo sea cartesiano y de líneas paralelas y ángulos rectos –¿no estaremos equivocados?– ha tenido que añadir a los hornos de nuestros obradores, panaderías y casas un ventilador –con el consiguiente consumo suplementario de energía– que produzca los movimientos de convección en su interior que, sin embargo, se originan de forma natural en los hornos abombados de la tradición panadera, cuyo diseño para sacar todo el partido posible de los principios inmutables de las leyes de la termo-aerodinámica habrá costado cientos, miles de años.

Bueno, dirán ustedes. ¿Es que después de estas reflexiones no va a haber nada, pero nada de comer?. Sí, muchos panes en Pan, masas y levaduras.Y muchos bollos, bizcochos y tartas, por no hablar de asados y braseados que se hacen en horno. ¿Qué tal una hogaza de masa madre con requesón y tomates?û
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